viernes, 10 de octubre de 2008

Cristobal González Apanco




Poesía entre faldas



Y salimos a las calles a repartir poesía. Así nada más, como quien se arroja al redil de lo desconocido y sólo en el terror y la sorpresa conoce las partes de aquel escenario. La banqueta retacada de basura. Las ratas con un pedazo de envoltura cruzando la calle de San Pablo impunes y normales a los ojos del transeúnte. El semáforo en rojo y el aullido de los desesperados oprimiendo el claxon y mentando la madre al policía que controla las luces. Estamos en la merced y el mercado se levanta de las cenizas del tiempo, como un Fénix legitimo grita incendiando las calles con sus productos. ¡Pásele marchanta! ¡Qué va a llevar joven! ¡Acérquense! Y nos acercamos con lo ojos envueltos en el laberinto del mercado. No compramos nada sólo traemos la esperanza de regalar poesía y que no las reciban como se recibe una caricia o una bendición de la abuela que no deja de pensar en su muerte. Avanzamos. En un local de bicicletas se recarga una prostituta, llegamos a ella y le regalamos poesía. La segunda igual; la tercera, pero la cuarta dice ¡no gracias! Me secuestra la duda ¿Qué pensará aquella mujer de la poesía, de los poetas, de regalarle un poema? ¿Creerá que esperamos un servicio de ella y le pagaremos con papeles sin denominación? O ¿Le da miedo reconocer algo suyo en alguna palabra? Me quedo con mi duda y sigo avanzando con Arturo. Llegamos a la quinta mujer; la sexta; la séptima… la número cincuenta y terminamos los libros y los poemas sueltos que llevaba. Giro a mirar el recorrido. Algunas leen el poema sin ninguna expresión en el rostro. Otras a penas y dibujan con displicencia una sonrisa. Aquella tiene el poema restregado en el pecho como si lo amantara. La otra lo hizo rollo y lo trae en su mano. La de pantalón azul lo puso entre sus piernas mientras se maquilla. La de blusa verde no se despega de él y lee y lee como si fuera el espejo que tiene en su casa. La de diadema blanca lo tiró y platica con un cliente. Me rio, me acongojo, me entristezco, me alegro. Todo al mismo tiempo y sé y no sé que pensar, sólo me dejo llevar por la maraña de emociones. Recogemos las cosas y no perdemos con un sabor raro en el alma. Otra vez puestos, otra vez gritos y empujones, otra vez la realidad putamente cierta de la cual huimos cuando pusimos un poema en las manos de aquellas sagradas mujeres.

2 comentarios:

Antonio Rangel dijo...

¿Sólo cincuenta recibieron un poema?
Ahora sabemos que hay más putas que poetas. ¿O siempre se ha sabido?
Cuando pasé por Izazaga (¡No por la Merced!) Y vi a dos lectoras de poesía detenidas a mitad de la calle desentendiéndose de su negocio... bueno, fue un momento poético, realmente.

Gemma dijo...

Cuando pretendas captar el interés de alguien, mejor te olvidas de ser el ombligo del tema. No te propongas convertir a nadie, y que no te importe si lo reciben como caricias o como bendiciones de abuela sabedora de su muerte. Cuídate de sobrecargar tu enorme altruismo esperanzado por regalar poemitas, no vayas a lastimarte el lomo. Resguárdate de observarlas como si fueran monas de feria, por si no te gusta el numerito del día.
Y... no vayas a llamarlas mujeres sagradas para exculpar tu curiosidad morbosa para ver sus reacciones, al contemplar tus santos huevotes.
Cuando quieras regalar poesía, regálala y ya!